CROW
No ha amanecido aún. Casi es
noviembre y la lluvia no ha tocado tierra, el calor sofocante impregna las
horas de este largo verano. Sentada en el escalón de la puerta de atrás de la
casa donde mi gato, Crow, y yo vivimos; dejo vaguear la mirada por el bosquecillo
que hay un poco más allá del jardín, en el que un pequeño estanque está rodeado
de sauces. Es demasiado tarde para volver a la cama pero aún muy temprano para
deambular sola por el siniestro bosque en el que cientos de criaturas aúllan.
Termino de ver cómo las últimas
estrellas se desvanecen en el cielo, y las primeras nieblas matutinas ascienden
de la tierra seca como almas en pena, estas nieblas son el único respiro que
nos da el tiempo. Mientras veo el sol salir, aparece Crow maullando y ronroneando
para que le sirva el desayuno.
Odio los viernes trabajando en la
cafetería, además de porque me toca hacer caja, por la cantidad de
adolescentes, que aun en hora de clases vienen a tomarse un tentempié. Pasan
las horas y el sol va cayendo cada día más temprano. Es noche cerrada, y la
mayoría de las tiendas y restaurantes han echado el cierre a sus persianas,
además de mi buenísima suerte, he perdido el autobús y las calles a estas horas
están desiertas.
Después de hora y media de
camino, al fin, llego a casa. Cojo las llaves de mi bolsillo, pero antes de
introducir la correspondiente en la cerradura, un escalofrio me acelera el
corazón. No estoy cómoda. Al entrar en casa cierro la puerta con llave. Una a
una reviso las habitaciones, en una mano llevo el móvil y en la otra un
cuchillo. Primera planta nadie, ni siquiera el gato. Segunda planta, más de lo mismo.
Al final del pasillo está la puerta que lleva al desván. Muy quieta miro la
puerta. Casi sin poder respirar la abro. Ante mí doce estrechos escalones, a
cada paso que doy, cuento cada uno de ellos: uno, dos, tres… algo ha crujido
tras de mí. La puerta, que con una ligera brisa, se está cerrando. Sigo
subiendo: cuatro, cinco, seis, siete. La puerta se ha cerrado, todo es oscuro.
Ocho, nueve, diez, once. El sudor moja mi frente, sé que detrás de la puerta
hay algo. Doce.
Sin luz palpo la pared en busca
del interruptor. Mi mano avanza a tientas, pero antes de encontrar lo que busco
toco una sustancia fina, como ceniza o tierra, adherida a la pared.
¿Qué demonios? Grito, grito
y grito, nadie me oye. La voz se me ha rajado. De mi garganta no puede salir
sonido alguno. Más desesperada aún busco el interruptor de la luz. No lo
encuentro. No sé dónde estoy. Luz. Al fin luz.
Arrodillada en el suelo. Un suspiro sale de mí, ¿aliviada?
La triste bombilla empieza a
alumbrar. Con la frente aún pegada a la pared, me queda lo más difícil, mirar
el interior de la sala. Pero ahora con luz, mis constantes vitales empiezan a
regularse. Me tranquilizo y dejo el cuchillo en el suelo junto al móvil. Pego
la espalda al muro. Y me siento en el suelo. La lámpara parpadea con un sonido
cada vez más insoportable. Se ha apagado la luz.
Con un grito ahogado me pego más
al muro. Todo está demasiado oscuro. Me pongo en pie. He cerrado los ojos, y
aunque la luz se vuelve a encender, pero por miedo, no quiero abrirlos. Los
abro, dejo de respirar. Solo esta él.
La figura de un hombre llena la
habitación, solo es silueta, solo es oscuridad. Como si hubiese habido una
hoguera, a su alrededor hay ceniza negra. De él solo se pueden distinguir los
ojos. Los ojos, esos ojos no son de este mundo, al menos no del de los vivos;
rojos y brillantes. Sin poder verlo. Se ha acercado a mí. Huele a cadáver. De
cerca, sus rasgos están totalmente calcinados. En un acto reflejo, salgo
corriendo escaleras abajo intentando no tropezar, y caer rodando. Atravieso el
pasillo y me paro repentinamente. Me doy la vuelta, pero el ser no está ahí y
no parece que vaya a venir. Es entonces cuando pienso en Crow, ¿y mi gato? Lo
busco, no lo encuentro. Miro al rellano superior. Ahí algo arriba. ¿Es el ser
diabólico o es mi gato? Entonces lo veo, es Crow. Lo cojo por el abdomen y
salgo a la calle. Estoy asustada y el móvil lo he dejado en el desván. Abrazo a
mi gato, y entierro la cara en su pelo negro. Me doy cuenta de algo. Ese olor.
Suelto al gato en el suelo y sale
corriendo hacia la parte de atrás de la casa. Y no se me ocurre otra cosa que
seguirlo. Buscando me adentro en el bosque. Está muy oscuro y mis pies
tropiezan con raíces. Veo a Crow al borde del pequeño estanque. Mira el agua y
maúlla de dolor. Me acerco. Quiero ver lo que ocurre. Pero las dichosas raíces
me juegan una mala pasada. Caigo estrepitosamente al suelo. Como cualquier
gato, se gira.
En medio de una combustión
espontánea se transforma en el hombre que había en el desván. Todo es borroso,
y no veo. El pánico me bloquea los músculos. Me atrofia los pulmones y me
dispara el corazón. Lentamente se acerca a mí. Impotente, miro cómo se acerca,
no trae nada bueno.
Sin separar los labios, habla.
<< Te gusta este lugar, ¿Verdad? Lo sé. Es un lugar precioso pero no es
nada bueno, y menos que este lugar se quede sin almas. Y yo, tengo que
conseguirlas, para no pudrirme en el infierno de este lago. Solo deseo morir de
una vez pero para ello tengo que llevarme a alguien conmigo, eres la última
alma que me hace falta. Matare tu alma y yo ocuparé tu cuerpo. Después me
destruiré con él. Lo sé es cruel. Pero ya no me importa nada, ni nadie, y menos
una mortal como tú>>.
De su espalda saca una especie de
espada curvada que rezuma un color azulado y negro. La distancia entre nosotros
disminuye. No sé ni cómo respirar. Intento levantarme. Tambaleándome me pongo
en pie. Pero es tarde. No siento nada, no veo nada, el calor de la sangre me
quema la piel.
Antes de abrir los ojos ya estoy muerta.
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