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domingo, 16 de junio de 2013

Concurso de Relato corto 2013 - ESO - 2º Premio

Charlotte
 
Mª Dolores Jiménez Cabello (2º ESO A)
 

 

 Y allí estaba. Se volvió hacia mí y su mirada quedó clavada en la mía. Una mirada de ojos verdes. Verdes como los prados en los que solíamos jugar, verdes como la hierba en la que nos tumbábamos y contemplábamos las blancas nubes imaginando formas para ellas.
 Sonreí al comprobar que su cabello seguía siendo igual, aunque esta vez no iba recogido en dos trenzas, lo llevaba suelto y le caía por la espalda como una cascada de brillantes bucles dorados.
 Su piel seguía siendo blanca, fina y delicada, inmaculada, semejante a la porcelana. Sus labios esbozaban una perfecta sonrisa.
 Ya no era la niña de nueve años flacucha y pecosa que se escapaba de su casa de campo para venir a jugar conmigo a la granja.
  -Hola -me saludó-.
 ¡Qué desagradable sensación la de sentir cómo la sangre desafiando a la gravedad asciende, tiñe de color el rostro y te quema las orejas!
  -Charlotte -musité con sumo asombro-. Estás hecha toda una mujer.
  -Gracias. Lo mismo puedo decir de ti, Charles.
 Tras recibir la carta de Charlotte, había estado ahorrando para un buen traje, pero al final no había conseguido el dinero suficiente y me había tenido que conformar con un traje de segunda mano. Charlotte lucía un abrigo largo con apariencia de haberle costado caro.
  -Hacía años que no nos veíamos -dije-.
  -Veintitrés, para ser más exactos -respondió ella-.
  -No puedo creer que lleve la cuenta.
  -Un amigo nunca se olvida.
 Aquellas palabras hicieron que me sonrojase hasta la raíz del cabello. Deseaba decirle que yo tampoco la había olvidado, pero las palabras no me salían.
  -¿Por qué no hablamos más tranquilamente en una cafetería? Me gustaría invitarte -sugirió ella-.
 Cómo me hubiera gustado invitarla yo, pero no tenía suficiente dinero.
 Charlotte comenzó a andar y yo la seguí.
 Hacía bastante frío en las calles para estar a mediados de marzo. Me arrebujé más en mi abrigo y observé a Charlotte. Ella también tenía frío. Se frotaba las manos para calentárselas. Por un momento, tuve el impulso de cogérselas y poder enlazarlas con las mías, lo que era imposible, ya que su presencia me dejaba sin palabras.
  -Esta es mi cafetería favorita. Sirven una tarta de grosellas para chuparse los dedos -puso los ojos en blanco y se relamió-.
 Reí de buena gana. Ese gesto no había cambiado con el paso de los años. Por un instante, pude ver a la chiquilla golosa que babeaba delante del escaparate de su pastelería favorita.
 Me adelanté para abrirle la puerta y dejarla pasar.
  -Todo un caballero -me dijo-.
 Entré detrás de ella. Me llené los pulmones del aromático olor del café. El sitio estaba bastante lleno. Me llevó hasta la única mesa que había vacía. Estaba al lado de la ventana.
  -Siempre me siento aquí -comentó-.
 Me acomodé mientras que ella se despojaba de su caro abrigo y dejaba al desnudo su cuello. Su fino y delicado cuello, del que pendía una cadena de oro con una medalla. La reconocí enseguida. Ya la tenía cuando era pequeña. Era una medalla que al abrirse contenía una foto de su difunto padre. Murió a los pocos meses de que ella naciera.
  -¿Les tomo nota?
 Una joven con una libreta nos sonreía amablemente. Debía de ser una empleada.
  -Sí. Yo quiero un té con leche y tarta de grosellas -pidió Charlotte-.
  -¿Y usted, caballero? ¿Qué desea?
  -Un café -era lo único que se me ocurría. Me había criado y seguía viviendo en el campo, por lo tanto no tenía ni idea de qué pedir.
  -Muy bien. Un café, té con leche y tarta de grosellas -apuntó en la libreta la mujer-.
  -¿No quieres nada para acompañar el café? Vamos, no te cortes -sonrió Charlotte-.
 ¡Qué sonrisa más bonita esbozaba!
  -No. Sólo café -respondí al instante-.
  -Como quieras -Charlotte se acomodó en el amplio sofá.
  -Enseguida lo traigo -nos dijo la camarera marchando a paso ligero hasta otra mesa-.
 Miré por la ventana. Desde allí se podía ver la calle principal y la gente andando con prisas bien arrebujados en sus abrigos.
  -Hace bastante frío para estar a mediados de marzo, ¿no crees? -comentó Charlotte-.
  -Llevamos un invierno muy frío.
  -Pero ya estamos casi en primavera, debería haber hecho más calor y también debería haber salido el sol.
  -Sí -me limité a decir-.
 Me sentí un estúpido. Había estado ensayando todos los días mi conversación con ella; los temas de los que iba a hablar y las palabras apropiadas para cada cosa. Quería comportarme perfecto delante de ella. Claro, no había tenido en cuenta la sensación y los sentimientos que ella produciría sobre mí.
  -¿Y en qué trabajas ahora, Charles? -me preguntó-.
 Esa pregunta me pilló desprevenido. Seguía trabajando en el campo, toda mi vida había estado dedicada a la agricultura. No ganaba mucho dinero, pero me bastaba para vivir.
  -Agricultura. Vivo de lo que cosecho y vendo en el mercado -me sinceré en un tono más bajo-.
 Charlotte sonrió.
  -¿Y qué? ¿Es que te avergüenzas de ello? Trabajar en el campo no es malo. Es más, la gente vive de lo que cultiváis y vendéis al mercado los agricultores.
 Esas palabras me hicieron esbozar una amplia sonrisa.
  -Charlotte, no sé cómo lo haces, pero siempre logras que saque una sonrisa.
  -No me digas eso. Que de seguro que una mujer te está esperando en casa ahora mismo -añadió-.
 Pues no. No me esperaba ninguna mujer, ya que en mi vida sólo podía haber una, y esa era Charlotte.
  -No. En mi casa no espera nadie, no tengo mujer -negué cabizbajo-.
 Justo cuando Charlotte iba a decir algo, la camarera de antes depositó en nuestra mesa una humeante taza de café, una taza de té y una mediana porción de apetitosa tarta de grosellas; recubierta de mermelada de fresa y más trozos de grosellas.
  -Que aproveche -la camarera nos dedicó una amable sonrisa y se marchó con la bandeja en la que había traído aquella tarta que me hacía la boca agua-.
 Charlotte se pasó la lengua por los labios, relamiéndose. Sus ojos solo tenían un objetivo: el trozo de tarta que había delante suya. Pasó el dedo índice por un borde obteniendo la yema del dedo manchada de mermelada. Luego se lo metió en la boca y puso los ojos en blanco.
  -Mmmm... -murmuró-.
  -Sigues siendo tan golosa como siempre -reí-.
 Cogió una cuchara pequeña que habían colocado junto a su taza de té y partió un trozo que luego saboreó despacio.
 Mientras tanto, alargué el brazo para coger el azucarero y después eché a mi café dos terrones. Acerqué mis labios al borde de la taza, pero enseguida los aparté al sentir el caliente líquido amenazando con quemar mi lengua.
 -¿Recuerdas cuándo de pequeña te escapabas para venir a verme y llevarme a la ciudad para mostrarme el escaparate de tu tienda favorita de dulces?  Le Parisien, se llamaba.
 Charlotte alzó su verde mirada hacia mí.
  -Sí, sí que lo recuerdo. Aquellos dulces eran una delicia. Mi madre me los solía comprar sólo cuando me portaba bien. Y eso era casi nunca. Me pasaba los días castigada por escaparme para ir a verte -añadió riendo-.
 Era cierto que la familia de Charlotte, en la que el dinero les sobraba, no quería que su hija se juntara con un pueblerino como yo. Eso dolía, aunque no tanto, ya que a pesar de todos los castigos que le supuso a Charlotte sus escapadas, ella siguió viniendo a verme.
  -Nos lo pasábamos muy bien juntos -en mi voz se notaba un matiz de anhelo-.
 Charlotte cogió otro trozo y se lo metió en la boca. Cuando volvió a mirar su plato, hizo una mueca al comprobar que ya solo quedaba pastel para dos cucharadas más.
  -¿Y recuerdas los días en los que nos íbamos a pescar al río? -le pregunté-.
  -Ah, sí. Esos días recibía castigo doble: uno por escaparme, el otro por volver mojada.
  -Te pasabas la vida castigada, Charlotte -reí-.
  -Más o menos.
 Volví a probar suerte con el café. Aún quemaba, pero me arriesgué y tragué un buen sorbo.
  -Hola -saludó una voz masculina a mis espaldas-.
  -Hola, cariño -le contestó Charlotte-.
 El hombre se acercó a ella. Y luego depositó un corto beso en los labios de Charlotte.
 Casi me atraganto con el café. A pesar de que el líquido estaba ardiendo, sentí que palidecía y mi cuerpo se enfriaba. El corazón me dio un vuelco.
 Charlotte había besado a aquel hombre.
  -Charles, este es mi marido -presentó ella-.
  -Robert, encantado -me tendió su mano-.
 Con el asombro, tardé un poco en responder, pero al final acabé cogiéndosela y estrechándola
 Era un hombre apuesto. Sus ojos eran grisáceos y su cabello negro y corto. Era más alto que yo. Y su rostro parecía amable y jovial.
  -¿Dónde están los niños, Robert? -le preguntó Charlotte y estaba parecía preocupada-.
  -No te preocupes, están viendo el escaparate de la tienda de juguetes de al lado -la tranquilizó él-.
  -Ya sabes que no me gusta que los dejes solos -le riñó ella-.
  -Están aquí al lado, no les va a pasar nada -insistió Robert-.
 Así que además de marido, tenía hijos. Mi situación empeoraba por momentos.
 La puerta de cristal de la cafetería se abrió y detrás de ella salieron dos chiquillos, un niño y una niña, que vinieron corriendo hasta nuestra mesa.
  -¡Mamá, papá! ¡He visto en el escaparate la muñeca que yo quería! -gritó entusiasmada la niña-.
  -Emily, eres una mimada -dijo su hermano-.
  -¡Cállate, George! -exclamó la niña-.
  -Comportaos -los calmó Charlotte-. Quiero presentaros a un amigo -dijo señalándome-.
 Los dos hermanos se giraron hacia mí. En el niño se podían ver rasgos de su madre. Como su cabello, rubio, y la forma de la nariz, fina y recta. Debía de tener unos once años.
 La niña también era bonita. Aunque en ella se descubrían rasgos se su padre. Calculé que tendría unos cuatro años.
  -Este es Charles -me presentó Charlotte-, un amigo de la infancia. Charles, estos son mis hijos. Este es el mayor, George, y esta es la pequeña Emily.
 El chiquillo ladeó la cabeza pensativo.
 -Yo a ti te he visto antes. Mamá, ¿no es el chico de la foto que estaba en el salón y que pintorreamos Emily y yo?
 Charlotte abrió los ojos como platos y después el rubor cubrió sus mejillas.
  -Lo siento, Charles. Eran pequeños y... -intentó excusarse ella-.
  -No importa -esbocé una triste sonrisa-.
 Ella iba a añadir algo cuando su marido la interrumpió.
  -¡Mira qué hora es! -exclamó mirando su reloj- Nos tenemos que ir a la reunión.
 -¿Ya? -Charlotte hizo una mueca de fastidio- Qué rápido ha pasado el tiempo -añadió levantándose-.
 Me levanté también. Se me había pasado el tiempo volando. Estaba feliz porque me alegraba que Charlotte hubiera encontrado alguien que la cuidase, de crear una familia, pero también estaba triste, desilusionado, había perdido al amor de mi vida.
 Salimos de la cafetería.
  -Charles -me llamó Charlotte-.
 Mostraba como siempre una bonita sonrisa, aunque en sus ojos se podía descubrir pintada la pena.
  -Nos veremos otro día, no te preocupes -me esforcé por sonreír lo mejor posible-.
 Ella se acercó y me dio un abrazo. Al principio me sorprendió, pero después la correspondí. Cerré los ojos para disfrutar su calidez.
  -Nos veremos, lo prometo.
  -Vamos, cariño, no quiero llegar tarde -insistió Robert-.
  -Adiós, Charles -se despidió ella-.
  -Adiós, Charlotte -murmuré. Los ojos amenazaban con llorarme-.
 Se dio la vuelta y comenzó a andar. La pequeña Emily cogió su mano.
  -¿Y después de la reunión me compraréis la muñeca?
  -Sí, Emily.
  -Mimada -le dijo George-.
  -¡Cállate!
 Charlotte miró hacia atrás y clavó sus ojos en mí. De ellos brotó una lágrima. Luego volvió a mirar a la pequeña y la alzó en brazos.
  -Adiós, Charlotte.                                      

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